Por KATHLEEN HENNESSEY, Associated Press
WASHINGTON, Noviembre 8 de 2016, (AP).- Pronto sabremos quién ganó. Ya conocemos el premio: una herida enorme y horrible en el corazón de la política estadounidense.
Casi dos años de incesante campaña y de retórica con tintes raciales han dejado al descubierto profundas fracturas que sangran y se consolidan.
La raza, el género y la clase social parecen ser factores más decisivos que nunca para pronosticar si un estadounidense votará por Donald Trump o Hillary Clinton. Y así como los estadounidenses se atrincheran cada vez más en sus posiciones, los políticos tienen poca motivación para comprender al otro bando.
Esa dinámica marcó el tono, para bochorno de Estados Unidos y del resto del mundo. A menudo, esta campaña apareció como una conversación ruidosa e incoherente que se desarrollaba en dos mundos paralelos, en la que Donald Trump y Hillary Clinton vociferaban a través de la profunda sima que los separaba.
Puede que fuera una contienda llena de momentos imprevisibles, pero sus certezas fueron igual de notables. A su llegada a la jornada electoral, Clinton está encarrilada hacia una victoria clara, en ocasiones por abrumadora mayoría, entre votantes negros, hispanos y de educación universitaria.
Los sondeos indican que Clinton, que aspira a convertirse en la primera mujer presidenta del país, también podría alcanzar nuevos niveles de apoyo entre las mujeres.
Trump, por su parte, se ha visto impulsado por el apoyo de votantes blancos de clase trabajadora, un grupo que según las encuestas podría rechazar a Clinton con mayor vehemencia que a cualquiera de sus predecesores demócratas recientes.
Esta división entre blancos y minorías, entre hombres y mujeres, entre los que tienen educación universitaria y los que no, no comenzó en 2016.
Es probable que la coalición de Clinton se parezca mucho a la formada en 2008 y 2012 por el actual presidente, Barack Obama, en un fenómeno con raíces aún más antiguas.
Pero 2016 será recordado como el año en el que las divisiones se agrandaron, las posiciones se consolidaron y la conversación, a su vez, se volvió más dolorosa.
Se recordará este año como la ocasión en que un candidato republicano pudo describir a ciudades estadounidenses como «zonas de guerra», aparentemente sin consideración por los sentimientos de las personas que tienen su hogar allí.
Se recordará como las elecciones en las que Clinton describió a la mitad de los partidarios de Trump como «una canasta de deplorables» y sólo se disculpó por lo amplio de su acusación.
Se recordará por el momento en el que el argumento final de Trump fue que «todo va mal» cuando Clinton preguntó «¿desde cuándo nos hacemos pesimistas?».
No es difícil culpar a la candidatura de Trump, propensa a buscar los puntos flacos de otros, de buena parte de estos elementos extraños.
El candidato republicano convirtió en un chiste la «autopsia» del partido encargada por veteranos republicanos tras la derrota de Mitt Romney en 2012, que concluyó que el partido «ofende a demasiada gente sin necesidad».
Pero la base del partido eligió un candidato que cuestionó la legitimidad del primer presidente negro. Escogió a un candidato que declaró que México enviaba «violadores» al otro lado de la frontera. Eligieron a una estrella septuagenaria de reality shows de que llevaba años haciendo comentarios sexistas.
Las entrevistas deberían haber dado pistas sobre la actitud de Trump hacia las mujeres, incluso antes de que se filtrara un video en el que presumía de agarrar a las mujeres por los genitales.
La suerte de Trump está ahora en manos de la misma gente a la que ofendió. Si los negros, hispanos, jóvenes y mujeres participan en gran número, se hace muy complicado encontrar suficientes votantes del empresario para darle la victoria.
Aproximadamente el 45% del electorado está formado por blancos sin educación universitaria, el núcleo de apoyo a Trump, señaló el demógrafo de Brookings Institution William Frey. Y esa proporción está menguando, señaló. En 2008 eran el 50%, y en el 2000 el 57%.
Pero el hecho de que Trump esté dispuesto a correr el riesgo de decir lo que otros callan le ha permitido sin duda conectar con una parte considerable de los votantes estadounidenses.
El empresario neoyorquino vio la oportunidad de presentarse contra su partido y los que querían recuperar un pasado perdido en Estados Unidos
«Veo los discursos de esta gente, y dicen que saldrá el sol, se ocultará la luna, ocurrirán toda clase de cosas maravillosas. Y la gente dice, ‘¿qué está pasando? Yo sólo quiero un empleo. Sólo deme un empleo. No necesito la retórica. Quiero un empleo»’, dijo en el recibidor de su rascacielos Trump Tower cuando anunció su campaña.
Si Trump gana, será porque comprendió el alcance de la ansiedad blanca. Será porque reunió a los excluidos y los furiosos, en rincones del país donde la gente se ha sentido ignorada durante ocho años de gobierno de Obama.
Los demócratas admiten que podrían haber dejado ese hueco a Trump. Durante buena parte de la campaña, Clinton prácticamente renunció a dirigirse a los hombres blancos de clase obrera. De eso se encargaron colaboradores como su esposo, Bill Clinton, el vicepresidente Joe Biden, ambos maestros en comunicarse con estos votantes, o incluso Obama.
Clinton comenzó el lunes pasado a reconocer la labor que tenía por delante.
«La ira no es un plan, amigos míos», dijo. «Si hemos de aprovechar nuestra energía e intentar superar nuestros problemas, entonces tenemos que volver a hablar los unos a los otros».